Imagen de la colectiva Zurciendo El Planeta
Por Cristina Sottile
Ciencias Antropológicas – FFyL - UBA
Desde estas primeras líneas se va a dejar en claro que el objetivo de este artículo no consiste solamente en recordar a quienes habitamos las ciudades o núcleos urbanos de cualquier dimensión la importancia de los espacios verdes, sus funciones y beneficios, aunque es inevitable hacer estas referencias.
Se trata de observar la cuestión de la relación entre nosotros, seres humanos, con el mundo vegetal y animal del que formamos parte, y que tendemos a observar desde afuera, como si fuera una película en la que no participamos, como si nuestras acciones no tuvieran consecuencias inesperadas, y tal vez catastróficas en el largo plazo. Como si la Vida existente sobre este único planeta que habitamos no influyera sobre nuestra propia existencia y aun sobre las posibilidades de perdurar como especie.
En estos núcleos de convivencia que construimos y que llamamos ciudades, entre otros nombres posibles, comunidades imaginadas diría Anderson, no solamente organizamos el espacio según vida cotidiana, recorridos, trabajo en todas sus variedades, actividad de las distintas instituciones comunitarias, sino que también contemplamos los espacios de recreación y contacto con la Naturaleza,
Se enuncia acá “contacto con la Naturaleza” como si nosotros estuviéramos por fuera de la misma, como ya se dijo, y esta manera de considerarnos tiene sus orígenes históricos, relacionados con la expansión imperialista europea basada en la Naturaleza y sus “productos” como stock al que se podía recurrir, pensando esta fuente como inagotable. Este extractivismo con el único fin de acumular riqueza en los países centrales, y que lo eran sobre la base del poder de sus ejércitos y armamentos, no consideraba poblaciones originarias más que como posible mano de obra barata, cuando no la negaba tal como hiciera Roca cuando hablaba del “desierto” mientras implementaba el exterminio con el único fin de la apropiación de tierras y otras riquezas.
Las comunidades urbanas, de la que formamos parte, también conforman un ecosistema. Un ecosistema que no aparece de manera “natural” sino que se produce debido a acciones antrópicas en relación a la vida existente o implantada en el territorio. Es así que, a la población humana de las ciudades, deberíamos sumar la cantidad de seres vivos que conviven de buena o mala manera con nosotros. Y entre estos seres vivos, vamos a focalizar a estos seres del reino vegetal que tantas veces son categorizados casi como objetos. En el mejor de los casos, objetos decorativos. En el peor, molestias que ensucian la vereda en invierno, cubren las luminarias colocadas a alturas inadecuadas, arrojan semillas, albergan insectos y pájaros. Esto último, increíblemente, es visto por algunas personas como perjuicio.
Cuando decimos que nuestra vida está ligada íntimamente con estos individuos verdes, lo decimos literalmente. No hay otra fuente de oxígeno, no existe algo más eficiente que los seres verdes para fijar dióxido de carbono, para absorber y regular humedad de la tierra, evitar inundaciones, y también, claro, ser hogar de especies animales distintas a la nuestra.
Sin minimizar el efecto regulador de la temperatura. Es por lo menos gracioso el recorte que hace la funcionaria Sanguinetti hablando del Metrobús de Curitiba (que sí es un Metrobús ya que es de media distancia), cuando Curitiba es modelo de urbanización ecológica, sobre todo porque lograron bajar la media térmica de la ciudad en varios grados mediante el sencillo recurso de plantar árboles y sombrear las calles con las copas en bóveda. Eso que tanto elogian quienes viajan a París, por mencionar un lugar donde la cantidad de espacio verde por habitante excede lo aconsejado desde la OMS y la UNESCO. Hay que decir que en CABA tenemos escasos 5 metros cuadrados por habitante, y en algunas comunas ni eso. Y contando plazoletas enyuyadas y macetones en su mayor parte vacíos o llenos de basura.
La mirada sobre los árboles, seres con los que convivimos para mutuo beneficio, debería implicar una conducta de cuidado y agradecimiento por nuestra parte. Salvo problemas de crecimiento que se soluciona con poda controlada sobre ejemplares específicos, no es necesario adoptar conductas disciplinadoras: ellos saben por qué crecen como crecen en el lugar en que viven. Asfixiarles las raíces con cemento lo único que produce es la salida de raíces a la superficie y ruptura de veredas. Noten que la culpa no es del árbol, cualquiera haría algo similar si nos privaran de oxígeno.
Esta visión de los vegetales como objetos, perdiendo de vista su calidad de seres vivos, proviene de su involuntario sedentarismo, o de una movilidad tan lenta que no alcanzamos a percibirla. O que no podemos comunicarnos con ellos. Ahora, ellos sí se comunican entre sí. Mediante transmisores químicos, redes de raíces, aromas, y muchos otros factores por nosotros desconocidos.
Sienten miedo y se lo transmiten mutuamente. ¿Qué sentirán los árboles vecinos ante el descuartizamiento en vivo del hermano que hace 40 años vivió en la plantera de al lado? Mientras sigamos viéndolos como mercancía (madera y aserrín) ninguno de ellos tendrá el respeto que todo ser vivo merece, pero no saldremos indemnes de la destrucción. En la Ciudad de Buenos Aires, hubo matanzas programadas de árboles, mas las extracciones y mutilaciones que cada vez cobran un carácter más clandestino dado que muchas personas notaron que la falta del árbol empeoró su calidad de vida.
Tuvimos los asesinatos de los jacarandás de la 9 de Julio, y los 70 ejemplares del Paseo del Bajo. Los gingkos de Parque Rivadavia. El ombú de Parque Chacabuco, entre otros. Arboles sanos, integrados al paisaje, parte de la vida de quienes frecuentan esas partes de la ciudad, o postales emblemáticas de la misma como en el caso de la 9 de Julio, donde nada se hubiera destruido solamente con aumentar las frecuencias del subterráneo. Pero no, no fue así.
La muerte planificada de seres vivos, produce angustia social. No a todas las personas, claro, a aquellas que tienen operativa la empatía y establecen vínculos personales, sociales, emotivos e históricos con la ciudad que construyen[A1] con la historia de sus vidas.
La intervención innecesaria, inconsulta (en una Ciudad cuya Constitución proclama la democracia participativa), y hasta violenta sobre el espacio en que se vive, hace que la muerte de nuestros vecinos verdes nos entristezca, porque hay vínculos entre los seres vivos, salvo que se carezca de empatía y respeto por la Vida. Esta modificación brutal y no elegida del paisaje urbano, nos pone en el lugar de los animalitos del bosque (no somos muy distintos) que ven su hábitat destruido por un incendio, por ejemplo.
Y para nosotros, nosotras, es peor aún: además del hábitat natural, necesitamos el hábitat cultural, ese al que aportamos todos los días con los recorridos y prácticas de nuestras vidas en relación con las de los otros.
Cuando esto se nos destruye, el lugar se nos hace ajeno, y esto, dice Virilio, produce pánico. La matanza de árboles atemoriza, las podas crueles angustian socialmente (salvo a quienes no quieren molestarse en barrer la vereda, eso sí, después compran compost para las macetas, terrible contradicción), y la consecuencia es que la vida personal y social transcurre en un lugar siempre ajeno, desconocido o amenazado.
Termino recordando a Salvatore Settis, arqueólogo, que en uno de sus libros nos dice que el establecimiento de la falsa modernidad produce en la ciudad el olvido de sí misma, y por fin su muerte como tal, en lo que tiene que ver con su identidad y su Historia.
Nos dice que las ciudades pueden ser asesinadas de tres maneras (sin considerar desastres naturales: una, debido a la destrucción producida por guerras, la segunda, por desplazamiento cultural, se pierde entonces el alma, la identidad, y la ciudad pasa a ser un fantasma que ni siquiera recuerda quien fue.
La tercera es el borrado de memoria, la construcción de ajenidad. Es un proceso más largo pero más efectivo para el extractivismo urbano. Se borran las marcas, los lugares, se introducen artefactos sin raíces culturales, se construye escenarios y se expulsa a la población residente.
Este borrado de memoria incluye la modificación y eliminación de espacios verdes bellos y árboles añosos. Todo es de hoy, o de ayer, sin memoria y sin Historia. Hay un largo recorrido entre los parques de Thays y el criterio de cemento del extractivismo urbano.
Estamos parados, ciudadanos y ciudadanas de la CABA, en esta instancia. Empecemos por proteger nuestro árbol, es un inicio.
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